Los criterios de graduación de la incapacidad permanente por enfermedades mentales

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incapacidad permanente por enfermedades mentales

Al analizar el grado de incapacidad permanente aplicable según el artículo 194 de la LGSS, y su disposición transitoria 26ª, a supuestos donde concurren enfermedades mentales, la jurisprudencia ha elaborado algunos criterios de valoración de carácter orientativo. Procedo a su estudio pormenorizado a continuación.

Gran invalidez

Como grado más intenso de incapacidad permanente, la gran invalidez concurre cuando por consecuencia de pérdidas anatómicas o funcionales, el trabajador afecto de incapacidad permanente necesita la asistencia de otra persona para los actos más esenciales de la vida, tales como vestirse, desplazarse, comer o análogos, según advierte el artículo 194.6 de la Ley General de Seguridad Social.

Las enfermedades mentales no son ajenas en la práctica judicial a este grado de incapacidad. Uno de los ejemplos paradigmáticos viene siendo reconocido desde hace lustros por el Tribunal Supremo. Me refiero concretamente a la enfermedad de Alzheimer, de la que no resulta extraño encontrar añejas resoluciones reconociendo la gran invalidez al trabajador que la padece. De igual manera, los Tribunales Superiores de Justicia admiten el grado de gran invalidez en los casos avanzados de Alzheimer.

JURISPRUDENCIA

Por ejemplo, en una STS de 15 de febrero de 1986 (RJ 1986/765). Así se pronuncia, por ejemplo, una STSJ Andalucía (Granada) de 13 de enero de 2010 (Rec. núm. 1797/2009). Y decimos avanzados, porque, tratándose de los estadios iniciales de la enfermedad, los tribunales laborales suelen denegar la gran invalidez, aunque advirtiendo que en un futuro se podrá “solicitar la revisión por agravación, transcurrido el plazo legal si el curso de la enfermedad exigiese la intervención de tercera persona para los actos más esenciales de la vida, previa cumplida prueba de ello” (STSJ Murcia de 14 de octubre de 2002 [Rec. núm. 903/2002]).

El repaso a la doctrina de los tribunales laborales nos permite confirmar que hay determinados supuestos específicos de gran invalidez vinculados a las afecciones típicas de las enfermedades mentales, pues son supuestos en los cuales “materialmente el sujeto puede realizar las actividades de la vida diaria, aunque la alteración mental padecida impedirá llevarlas a cabo”. Así sucede, por ejemplo, cuando:

1️⃣es necesaria la continuada asistencia de otra persona para evitar conductas que puedan poner en peligro la seguridad propia o ajena del trabajador.

2️⃣además de para evitar conductas que puedan poner en peligro la seguridad propia o ajena, el concurso asistencial de tercera persona obedece también al objetivo de garantizar la administración correcta del tratamiento pautado, aspecto de incuestionable importancia terapéutica en relación con el tratamiento de una esquizofrenia paranoide.

3️⃣por falta de iniciativa es necesario el estímulo externo de otra persona para realizar aquellas actividades indispensables en la guarda de la seguridad, la higiene y el decoro fundamentales en la convivencia humana, porque sin ese estímulo el trabajador quedaría en situación de abandono poniendo en peligro su subsistencia.

Siguiendo estos criterios, la gran invalidez se ha reconocido en

“casos graves de alteraciones mentales cuando es necesaria la continuada asistencia de otra persona que le preserve de situaciones de riesgo en casos de psicosis paranoide o de trastorno depresivo con intentos de autolisis y tendencia al abandono en sus actividades esenciales” (STSJ Asturias de 26 de mayo de 2000 (Rec. núm. 1229/1999).

Finalmente, debemos poner de manifiesto que, de entre todas las enfermedades mentales, quizá sea la esquizofrenia, en sus manifestaciones más severas, la que comúnmente se reconoce como causante de una gran invalidez en los tribunales laborales. En estos casos, más que al tipo de esquizofrenia, se atiende a la fase en la que se encuentra. De este modo, los tribunales laborales suelen reconocer el alto grado incapacitante cuando existe una evolución desfavorable o de descompensación de la enfermedad, que se viene padeciendo desde hace años, y que cursa con un componente psicótico. La realidad judicial nos demuestra, pues, que por regla general la esquizofrenia justifica la gran invalidez

“en los supuestos de autismo, intentos de suicidio, permanente conducta desordenada e interpretación delirante de la realidad, lo que suele hacer razonable que se afirme la necesidad de atención constante por otra persona para satisfacer las necesidades de la vida cotidiana del enfermo en términos alternativos o sustitutorios de su internamiento psiquiátrico, que igualmente proporciona la atención por terceros” (STSJ Cataluña de 18 de febrero de 2020 (Rec. núm. 183/2020).

 

Incapacidad permanente absoluta

Como es bien sabido, la incapacidad permanente absoluta incapacita al beneficiario para toda profesión u oficio. Pues bien, de todos los grados de incapacidad permanente, los tribunales laborales le han prestado siempre especial atención a este cuando se trata de graduar enfermedades mentales, y más en especial a aquellas enfermedades mentales que presentan un arco de posibilidades de calificación de mayor amplitud, abarcando desde la no invalidez hasta potencialmente cualquiera de los grados previstos, y, en particular, el de absoluta. Así ocurre paradigmáticamente con la depresión y la epilepsia.

En cuanto a la depresión, la caracterización como incapacitante absoluta de la enfermedad suele obtenerse de la depresión mayor cronificada, lo que exige a su vez que queden acreditados ambos extremos de la enfermedad, esto es, que se trate de una depresión mayor, y, además, que se encuentre cronificada.

Si la depresión no es mayor o no se califica de crónica, se rechazará por regla general este concreto grado de invalidez. Ahora bien, en ocasiones se vienen admitiendo ciertas flexibilizaciones. Así ocurre cuando la depresión es de larga evolución y dicha evolución es tórpida, con una resistencia prolongada al tratamiento psiquiátrico, pues ello viene a demostrar la cronicidad.

Bajo estas premisas, el Tribunal Supremo reconoció en su momento el grado de incapacidad permanente absoluta con relación a las siguientes enfermedades:

1️⃣la depresión endógena como la psiconeurosis, en la que destacan los síntomas hipocondríacos y la angustia (STS de 27 de octubre de 1976 (RJ 1976/4545).

2️⃣la neurosis depresiva y la neurosis depresiva hipocondríaca (STS de 30 de septiembre de 1981 (RJ 1981/3518)).

3️⃣el síndrome depresivo crónico-endógeno con depresión anímica, ansiedad e insomnio (STS de 15 de febrero de 1982 (RJ 1982/760).

4️⃣la neurosis de conversión, que determina e incide en depresión crónica e irreversible que exige de tratamiento y vigilancia psiquiátrica permanente (STS de 24 de abril de 1982 (RJ 1982/2509).

5️⃣la reacción paranoide con depresión psicótica, con ideas delirantes de persecución, de referencia, profundo estado angustioso, y falta de pragmatismo, aun con períodos de mejoría (STS de 20 de diciembre de 1982 (RJ 1982/7849).

Y esa misma tendencia a la calificación de absoluta la encontramos cuando la depresión, o más ampliamente la enfermedad mental, incide en la voluntad del trabajador, hasta el punto de inducirlo al suicidio, creando en su mente una ideación de autolisis permanente, incluso aunque no se haya materializado. Porque, si existen intentos previos de suicidio, la situación del beneficiario puede incardinarse tanto en el grado de gran invalidez como en el de incapacidad permanente absoluta.

Por poner otro ejemplo, una STSJ de Galicia, de 5 de junio de 2020 (Rec. núm. 5925/2019), afirma que

“en aquellas ocasiones en las que (como es aquí el caso) la enfermedad mental incide, de modo notorio, en la capacidad intelectual debido a una fuerte e irreprimible problemática emocional que llega a suscitar la idea del suicidio, el Tribunal Supremo ha concluido ya desde antiguo que tales dolencias inhabilitan para el ejercicio de todo trabajo, dado que la debilidad mental acredita que se encuentra impedida para asumir cualquier género de responsabilidad, por liviano y simple que sea el cometido a realizar”.

Por lo que se refiere, en fin, a la epilepsia, nos encontramos aquí con una enfermedad que presenta una variada gama de matices, grados y crisis, por su distinta intensidad, frecuencia y duración de los ataques, que por sí misma no puede tipificarse en una determinada situación de incapacidad, por lo que, en cada caso concreto y singular, la manifestación de la dolencia es lo que permitirá determinar su gravedad y repercusión en la capacidad laboral del sujeto de que se trate. Ello lo ejemplifica perfectamente una STSJ Galicia de 9 de mayo de 2017 (Rec. núm. 5476/2016) al resolver que, a la hora de valorar la discapacidad atribuible a la epilepsia, “la variedad de sus grados, matices y crisis determinan que no sea tipificable en un determinada IP y que haya de estarse al caso concreto para determinar la más adecuada incardinación en los diversos grados invalidantes, habiendo entendido el Tribunal Supremo que procedía el reconocimiento de IPA en supuestos de crisis generalizadas frecuentes e imprevisibles de gran mal, porque en tales circunstancias no cabe asumir la responsabilidad de ejercer cualquier género de actividad laboral y que es impensable que el afectado por tal dolencia pueda dedicarse a cualquier trabajo con la continuidad y eficacia normalmente exigibles, y que, muy contrariamente, había de reservarse la calificación de IPT para los supuestos en los que las crisis no resulten tan graves, o de episodios convulsivos esporádicos o mínimos en su número, o se trate de crisis de pequeño mal, muy particularmente tratándose de trabajos que impliquen riesgo propio y/o ajeno, o –incluso–el rechazo de toda IP en los supuestos de existencia de meras ausencias sin pérdida de conciencia, sobre todo si son aisladas y sin necesidad de tratamiento”.

En definitiva, sea cual fuere la enfermedad mental padecida, en el ámbito de la jurisdicción social resultan pronunciamientos habituales aquellos que exigen, para alcanzar el grado incapacitante absoluto, la necesidad de invocar los requerimientos psíquicos básicos exigibles mínimos para el desempeño de cualquier trabajo, que permitan realizarlo con plena responsabilidad, rendimiento y eficacia, y sin riesgo para sí mismo o para terceras personas, en suma, con un dominio del entorno laboral que está ausente en la persona trabajadora con enfermedades mentales de la suficiente gravedad como para afectar a sus capacidades intelectivas y volitivas.

 

Incapacidad permanente total

Sobre la base de que la incapacidad permanente total para la profesión habitual es aquella que inhabilita al trabajador para la realización de todas o de las fundamentales tareas de dicha profesión, siempre que pueda dedicarse a otra distinta; y sobre la base además de que la delimitación de la profesión habitual no se identifica “con la categoría profesional, sino con aquellos cometidos que el trabajador está cualificado para realizar y a lo que la empresa le haya destinado o pueda destinarle en movilidad funcional, sin perjuicio de las limitaciones correspondientes a las exigencias de titulación académica o de pertenencia a un grupo profesional”; sobre estas bases, decimos, los supuestos más habituales de reconocimiento de una incapacidad permanente total para la profesión habitual se producen cuando la enfermedad mental no afecta a las capacidades laborales básicas, sino solo a alguna en concreto que justamente se da en el trabajo habitual de la persona.

Un ejemplo típico lo proporciona una STSJ de Cataluña de 18 de noviembre de 2009 (Rec. núm. 985/2009). Se trataba de un policía local que había sufrido un accidente de trabajo “al resultar fortuitamente herido por disparo de arma de fuego”, lo que le produjo como secuelas un “síndrome de estrés postraumático con fobia específica a las armas de fuego”. Frente a la actuación de la Mutua, denegando la prestación por incapacidad permanente total porque entendía que “podría dedicarse a tareas de carácter administrativo o de atención al ciudadano, es decir funciones que se realizan sin llevar armas”, el tribunal catalán concluyó que dicha dolencia mental configuraba “un cuadro que impiden al trabajador el correcto desempeño de las tareas fundamentales de su profesión habitual de policía local”.

Otro ejemplo evidente de enfermedad mental asociable a una incapacidad permanente total resulta cuando la dolencia, que ha surgido en el concreto ámbito profesional del solicitante, se reactiva precisamente cuando se vuelve al trabajo, pudiéndose citar aquí la situación de un Ertzaina que, por su trastorno mental, no puede portar armas de fuego, mantener y restaurar el orden, o perseguir culpables, ya que al realizar esas tareas forzosamente el demandante ha de evocar el delictivo incidente del que deriva su crónica ansiedad –fue agredido en un bar por su condición de policía autonómico–, activándose la sintomatología (STSJ País Vasco de 13 de noviembre de 2011 (Rec. núm. 2034/2001).

OTROS SUPUESTOS

Existen, por lo demás, similares pronunciamientos judiciales cuando se trata, por ejemplo, de: (1) una auxiliar de vuelo que en un trayecto con turbulencias “había pasado miedo” y que fue diagnosticada de “síndrome postraumático con fobia social y agorafobia” (STSJ País Vasco de 16 de mayo de 2006 (Rec. núm. 327/2006); (2) un comercial de publicidad con agorafobia y fobia social, por la incapacidad de afrontar relaciones interpersonales (STSJ Cataluña de 8 de octubre de 2001 (Rec. núm. 4008/2001); (3) una consultora informática licenciada en matemáticas con trastorno depresivo, por la incapacidad de asumir las altas exigencias que la ejecución de su especialidad conllevan en el sector productivo (STSJ Madrid de 29 de noviembre de 2004 (Rec. núm. 3995/2004); (4) un gerente con lentitud psicomotora y mermas cognitivas, por la incapacidad de decidir (STSJ País Vasco de 4 de junio de 2013 (Rec. núm. 1033/2013); (5) un conductor de camión de mercancías peligrosas, que padece trastorno de ansiedad generalizada y claustrofobia (STSJ Galicia de 10 de junio de 2016 (Rec. núm. 3104/2015).

 

Incapacidad permanente parcial

La incapacidad permanente parcial es, sin duda, el grado de incapacidad permanente donde menos pronunciamientos existen en relación a las enfermedades mentales. El motivo no es otro que la peculiar condición del incapacitado permanente parcial, que solo resulta calificable como tal cuando quede acreditado que presenta una disminución no inferior al 33 por ciento en su rendimiento normal para su profesión habitual. Así, nos encontramos, por un lado, con la evidente dificultad que encuentran los tribunales laborales a la hora de constatar una disminución no inferior al 33 por ciento del rendimiento normal del trabajador, al no existir generalmente reglas o porcentajes de rendimiento aplicables a cada profesión; y del otro, porque la propia esencia de la enfermedad mental dificulta el ya de por si complejo sistema de determinación del grado de incapacidad permanente parcial.

Pese a todo, pueden rastrearse algunos supuestos de reconocimiento de incapacidad permanente parcial en enfermos mentales, en particular, cuando se trata de dolencias de escasa gravedad. Y así, por ejemplo, para una STS de 31 de marzo de 1980, nada cabe oponer al reconocimiento de una incapacidad permanente parcial cuando un trabajador agrícola padece un síndrome depresivo caracterizado por depresión y angustia, con afectación a las posibilidades de una normal actividad laboral, “si bien reducida a una parte por la limitación menos grave causante del concepto aplicado”.

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